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Los Jansenistas, que deben su nombre al obispo Jansenius, de quien eran seguidores, constituyeron una más de las muchas comunidades religiosas semiheréticas que florecieron durante el siglo XVII. Su grave divergencia con la Iglesia Católica estribaba en haber aceptado el principio de la predestinación en su forma más absurda, la calvinista, pero, al contrario de lo que hicieron otros reformadores, quisieron mantenerse fieles a la liturgia y ortodoxia romana. Se instalaron en Francia, en la Abadía de Port-Royal, cercana a París, y allí permanecieron, viviendo como "solitarios", hasta que Luis XIV terminó con la paz religiosa en Francia cuando revocó el edicto de Nantes. La comunidad de Port-Royal pudo desarrollar durante su breve existencia una impresionante labor científica no solo en el dominio de la matemática y la física, pues a la vez, y de manera principalísima, viviendo, como lo hicieron, bajo el terror del Dios calvinista, pudieron explorar, como nadie lo había hecho hasta entonces, el mundo de la sensibilidad fronteriza con lo que hoy llamamos inconsciente. Nombres relativamente poco conocidos, como los de Arnauld y Nicole, acompañan a figuras mundiales, como Blas Pascal, el físico y místico, y el gran trágico Jean Racine.
En esta atmósfera, tomada no en la perspectiva de una documentación histórica sino como una metáfora de la condición humana, he construído una parábola de la existencia considerada como sentido; es una reflexión, a la vez autobiográfica e intemporal, sobre el tema de la libertad y el destino, entendido en el mundo de la experiencia y el absoluto de la trascendencia. En este contexto, aunque la visión de un Dios terrible y condenador, el Dios trágico de la Reforma, es por completo contraria a la doctrina católica sobre Dios, y no la comparto, la presento dramáticamente porque intento explorar dos formas paralelas de entender el destino: el destino como explicación del misterio-existencia (tesis de Juan de Burgos) y el destino ultraterreno como parte esencial del misterio humano. La pregunta latente a lo largo de toda la acción tiene una respuesta, pero únicamente Carlos d´ Ancy, el padre Dufresne y la Madre Ana de Jesús parecen comprender. Espero que mi público esté en el mismo caso.
Sé bien que una gran obra del teatro francés contemporáneo lleva el mismo título, circunstancia que significó un cierto escrúpulo de mi parte, pero honradamente no pude situar mi experiencia en otro escenario sin grave incongruencia y por otra parte no me parece admisible, aun respetando la autoría de Montherlant, reconocer una exclusividad en el uso de los nombres históricos.
Diseño de vestuario de María Moschiano