La Venus de Urbino, de Tiziano, uno de los personajes de la comedia
MAESTRO JUAN.– Dos palabras más: sabeis bien que no pasa el tiempo en vano; mi pulso no es el que era y mis ojos están fatigados; ya es la hora del descanso en familia. El joven y excelente maestro Juan de Brujas, además de mi hija Lavinia, recibirá también mi taller como sucesor mío; con él, los magníficos clientes que me distinguen con su confianza, y el honor de dirigir el primer centro de pintura y dibujo, diseño y orfebrería de todo el Brabante. (Nuevos aplausos.)
JUAN DE BRUJAS.– ¡He aquí un don que no esperaba! Querido maestro, no sé cómo agradeceros vuestras bondades; haré lo posible por mantener el honor del taller que me encomendais y su tradición de excelencia. (El maestro Juan abraza a Juan de Brujas.)
JUAN DE FLEMAILLE, a Boucicault:– ¿Por qué a él, por qué? ¿Es acaso el único, o el mejor?
JUAN DE BOUCICAULT.– Es verdad que siendo tan anciano anda medio ciego y ya chochea. A decir verdad, no sé qué le encuentra a ése vanidoso.
JUAN DE FLEMAILLE.– Desde que ese boquirrubio llegó al taller, el maestro quedó fascinado por un muchacho que ha sido en todo de lo más vulgar.
BOUCICAULT:– ¿Y ése retrato de Lavinia? ¡Qué borrón tan horrendo!
FLEMAILLE.– Ridículo, completamente ridículo.
MAESTRO JUAN.– ¡Criados, traigan copas rebosantes del dorado vino de Renania, el vino que brilla como si llevara disuelto en su espíritu el sol, como si fuera el elixir filosofal, qué digo, el mismo cabello de Lavinia! (Los criados entran llevando grandes bandejas cargadas de copas colmadas.) ¡Músicos, despierten la danza más alegre que duerma en las cuerdas de vuestros instrumentos! (A Lavinia y a Juan de Brujas.) ¡Os toca empezar la fiesta! ¿Qué haceis como dos estatuas? (Música, vino, danza; por fin comienza la fiesta. Todo fluye aparentemente perfecto, pero tocan imperiosamente la puerta.)
DOFFLIN, entrando: – ¡Maestro! ¡Maestro querido!
MAESTRO JUAN.– ¡Creí que te habías olvidado, muchacho!
DOFFLIN.– ¡Cómo pensais que yo cometería tan gran herejía, olvidar a vuestra hija! No, no, al contrario; la Fortuna, que inventó pretextos para retrasarrme, también nos trajo una gran sorpresa, que espera fuera vuestro permiso.
MAESTRO JUAN.– ¿Qué sorpresa es esa?
DOFFLIN.- Un alumno querido, que parecía perdido pero regresa lleno de gloria.
MAESTRO JUAN.– ¿Quién es, quién es? ¡Hazle pasar, bobo!
DOFFLIN, gritando hacia fuera:– ¡Pasad, maestro! ¡Te invitan a beber con nosotros! (Entra Juan Groote.)
MAESTRO JUAN, atónito:– ¡Juan! ¡Juan querido! (Abrazándole, conmovido.) ¡Creímos que te quedabas en Italia para siempre!
JUAN GROOTE.– Ya veis que no, querido maestro; no pude olvidaros, ni a vos, ni a los amigos del taller, ni a vuestra hija (Adelantándose hacia ella.) a quien felicito y deseo la mayor felicidad. (Todos quedan atrapados por la seductora imagen del joven, espléndidamente vestido; las muchachas cuchichean entre ellas, y los primos le miran con estudiado desdén.)
LAVINIA, muy nerviosa:– Señor, me place mucho veros; sed bienvenido...
GROOTE, a Lavinia, con un saludo cortesano:– La mayor felicidad, señora, para los esposos.
LAVINIA.– Gracias, Juan. ¿Será el destino quien os trajo precisamente hoy...?
GROOTE, a sus antiguos compañeros del taller:– Y vosotros ¿No tendreis un abrazo para vuestro antiguo compañero? (Los alumnos se abrazan, con grandes muestras de alborozo. Lavinia le mira, completamente conmocionada.)
FLEMAILLE, abrazando a Groote: – ¡Pícaro querido, viejo sinvergüenza! ¡No podría decirte cuántas jarras han llorado con nosotros tu ausencia!
BOUCICAULT.– ¡Ni podría confiarte cuántas botellas han derramado su llanto por ti hasta la última lágrima!
BRUJAS.– ¡Sólo tú faltabas, para que todo esté como estaba, y digamos que no ha pasado un día desde el último día que te vimos!
GROOTE.– ¡Ya veo que nadie perdió su buen ánimo por causa mía! Hubiera sido mi culpa demasiado grande... Eso está bien; ¡dadme una oportunidad y prometo enjugar vuestro llanto con otras tantas lágrimas igualmente rubias! (Algunos deciden seguir bailando pues la música no se detiene; en medio, Groote inicia su labor de seducción. Acercándose al retrato.) ¿Tu firma, Brujas? Te felicito: ¡excelente factura para ser flamenco!
JUAN DE BRUJAS, molesto: – ¿Qué significa eso?
GROOTE.– ¡Amigo! ¡Hay que viajar, ver, comprender, comparar, para llegar a la perfección! ¡Y nada como Italia para eso!
LAVINIA, a Groote, fascinada:– Habeis viajado... El mundo fue vuestro, en vez de resignaros a esta pequeña ciudad... Me gustaría oíros hablar de vuestros viajes...
GROOTE.– Y a mí me gusta obedeceros. ¡Casi cuatro años de ausencia! Y cuando uno regresa... ¿sabeis qué es lo primero que se ve? ¡Todo está igual, nada cambia, ni en la ciudad, ni en la gente, ni en la forma de pensar!
MAESTRO JUAN.– ¡Cuéntanos qué te agradó más de cuanto viste!
GROOTE.– Francia es amena y dulce; Alemania aún resulta demasiado tosca; España me pareció tan seca de espíritu como árida de tierra, miserable y ostentosa, ojerosa y fanática. Sólo Italia es digna de ser llamada estuche de la vida de un artista. ¿Qué deciros de aquellas cortes magníficas, aquellos palacios fastuosos, sus jardines incomparables; de sus músicos, sus poetas, sus artistas, sus talleres, sus academias, sus bibliotecas, sus grandes colecciones principescas, sus mecenas? ¡Cómo describiros ese ornato en todas las cosas, ese gozar una vida llena de luz, música y color, de amor sobre todo, oh, el amor de Italia, oh, el amor italiano!
LAVINIA, fascinada: – ¡Cómo, señor! ¿Hay un amor italiano, acaso tan diferente del nuestro? ¿Cómo es él?
GROOTE.– ¡Como la claridad de su día, el azul de su cielo, la suavidad de su clima, la dulzura de sus paisajes, la seducción de sus mujeres....!
MAESTRO JUAN, interrumpiendo con acucioso entusiasmo: – ¡Sus pintores, háblanos de sus pintores!
JUAN DE BRUJAS, de muy mal humor a Flemaille:– ¡Maldito sea, está robándome la fiesta!
GROOTE.– ¡Los he conocido a todos! ¡Muchos me honraron con su amistad, su benevolencia y protección! El gran Leonardo, segundo papa de la corte romana, respetado por encima de todos; con infinita gentileza me dio una lección personal sobre el sfumato. ¿Y el divino Rafael? Tuve la fortuna de oirle explicar el canon de la proporción humana. Del Sarto, el excelso Botticelli... Julio Romano me regaló un dibujo, y Miguel Angel, un boceto hermosísimo de una cabeza de Virgen...
JUAN DE BRUJAS.– ¡Peste con el hombre...!
GROOTE.–¡Oh, qué país admirable, lleno de la actividad más sublime! Por todas partes se buscan manuscritos y obras del grandioso pasado, se publican libros sobre las cuestiones más diversas, todo se lee y se discute, todo se investiga y se renueva, y las glorias de la Antigüedad resplandecen como soles! Pero lo que más colmó mi espíritu fue el amor, qué digo, adoración, de Italia por la belleza!
LAVINIA, fascinada:– ¿Cómo es esa adoración, señor?
JUAN DE BRUJAS.- ¡Me ciega la cólera! ¿Qué comedia es esta, señor suegro? (El maestro Juan le hace a un lado, como diciéndole que no interrumpa, y se acerca al narrador lleno de interés.)
GROOTE.- ¡Las más hermosas mujeres son adoradas como diosas! Por cierto, señora, permitidme contaros un acontecimiento inverosímil sucedido ha poco en la misma Roma... (Poco a poco todos han sido absorbidos por el discurso de Groote, que ahora es dueño de la situación.)
MAESTRO JUAN.– ¡Cuenta, cuenta!
GROOTE.– Es el caso que tumbando una ridícula construcción de la época de Federico, en la Vía Appia, hallaron los albañiles un enterramiento romano, y en él, el cuerpo momificado de una adolescente... Una inscripción decía: “Julia, hija de Claudio”, pero los más grandes eruditos fueron incapaces de averiguar qué Claudio podría ser ése... ¿Y qué podía importar ante la perfecta belleza de Julia? El divino Rafael, dispuso fuera expuesta en el Palacio de los Conservadores. Allí reposa en la serenidad; nunca pudo decirse mejor que Dios bendiga su sueño eterno, pues dormida parece. ¡Imposible describir cómo voló la noticia! Los miles de alumnos de los talleres desfilan noche y día ante esa belleza perfecta; pero no solo de Roma, también de Florencia, Siena, Pisa, Mantua, llegaba un río de peregrinos de la belleza... Cada uno lleva su papel, su carboncillo, sus plumas; nadie renuncia a llevarse un recuerdo de Julia. Yo hice unos cuantos bocetos que todavía no he tenido tiempo de sacar de mi equipaje, pero que bien pronto mostraré publicamente, cuando instale mi taller. Después de aquella lección sublime, sin presunción diré que no he de viajar ni a Bruselas, ni a Dijon, ni a París, sino únicamente a Italia, pues serán París, Dijon y Bruselas los que vengan a buscarme a mi taller. ¡Amigos, vayan, vayan a Italia y aprendan! Quien no cumpla esa preciosa peregrinación de la belleza, ciertamente no podrá ser tenido por pintor. Todo lo demás no es más que oficio, ese oficio que aprendimos como si fuera sabiduría.
JUAN DE BRUJAS, molesto:– Solo hay una manera de pintar bien, eso lo sabemos todos.
GROOTE.– ¡Oh, sí, pintar bien, tú mismo lo has dicho! Pero... ¿qué es pintar bien, amigos míos? Pintar bien es casi como no pintar... Hay que ir más allá de todo eso...Hay que llegar a la Belleza.(Durante la narración la hostilidad de Juan de Brujas poco a poco ha cedido ante la expectación que despertó el relato, y al final escuchaba absorto las últimas palabras de Groote.)
LAVINIA, fascinada, para sí misma:– ¡Oh, divinidad...!
MAESTRO JUAN, a Groote:– Buena charla ha sido la tuya, hijo, pero tiempo habrá para las infinitas pláticas que nos dará gusto compartir contigo. Ahora pasemos todos al banquete, y después bailaremos hasta que, naciendo el sol, llegue la hora en que otro sol (señalando a Lavinia.) deba descansar.
SEÑORA GENOVEVA, a la señora Gertrudis, señalando a Lavinia que mira embobada a Groote: – ¡Lo dije, lo dije, lo dije! La belleza será la desgracia de Lavinia! (El maestro Juan toma del brazo a su mujer, y el maestro Juan de Brujas toma del brazo a Lavinia; tras ellos, los invitados desfilan hacia el jardín donde se servirá el banquete.)
GROOTE, a un lado, a Döfflin: – ¡Creo que mordió el anzuelo y se tragó el cebo; el veneno le llenó el alma y ya comienza su dulce efecto!
DÖFFLIN, a Groote, admirado: – ¡No he visto en toda mi vida trabajo tan sutil y excelente como el tuyo!
GROOTE, riendo: – ¡Se aprende mucho en Italia!
III En las murallas de la ciudad. Amanece.
De pie, en las murallas, a sus pies el perfil de la ciudad, la silueta de sus iglesias y sus viejos palacios góticos; ante ellos la llanura flamenca hasta el horizonte. Juan de Brujas, Juan Groote, Juan de Flemaille, Juan de Boucicault, Dofflin.
JUAN DE BRUJAS.– ¡Extraña noche, insolente y feliz a la vez! Por eso quise llegar a estas almenas para despedirla mientras la ciudad poco a poco despierta a nuestros pies, y la primera claridad devela entre brumas lejanas el horizonte. Desde aquí, el día me ofrece con su luz el mundo entero que ilumina. ¡Tan grande es mi ambición y sed de gloria! Tú, Groote, has picado espuelas en los caballos de la imaginación, que ahora quisieran galopar por todo el universo como si arrastraran la misma carroza de Febo!
GROOTE.– Amigo, si tal hice, eso no es reproche sino elogio. ¿Qué sería de un artista sin ambición de gloria? Apenas un trabajador algo más hábil que un artesano. Es la belleza lo que nos libra de la condición servil y nos da la libertad.
JUAN DE FLEMAILLE.– Tienes razón, nosotros hemos nacido para mejores empeños.
JUAN DE BRUJAS.– ¡Ciertamente! ¡Siento que me comprenden!
GROOTE.– ¿Y cómo no, después que sentimos agrandarse el alma entre Borgoñna y Toscana? ¡Si precisamente Italia es el país dónde más adoran la gloria!
JUAN DE FLEMAILLE.– ¡Hermoso sueño! ¿Y vosotros, callais?
DOFFLIN.– ¡Quisiera ir allá cuando me reciban como maestro, y ver tantas cosas como tú has visto!
JUAN DE BOUCICAULT.– Tanto viaje, esfuerzo y aventura, no son de mi gusto. Lo que conozco del mundo me basta para gozarlo, y no deseo más.
DOFFLIN, burlándose:– ¡Boucicault se contenta con muy poco, Dios le bendiga!
GROOTE.– Y yo, en un par de años regresaré, si Dios lo permite, al país bendito.
JUAN DE FLEMAILLE.– Mientras espero el momento de mi maestría el tiempo se me hará infinito.
DOFFLIN.– ¡Paciencia, todo llega!
JUAN DE BRUJAS.– Amigos, escuchando vuestras razones un terremoto se mueve en mi alma. ¡Porque la divina perfección es lo que deseo alcanzar más que nada! Perdóname, Groote, buen amigo; yo seré el mejor pintor de Flandes. ¡Está decidido, yo también viajaré a Italia!
GROOTE.– ¡Te felicito, amigo! Ese es el empeño que nos hace grandes.
JUAN DE FLEMAILLE.– ¿Y el maestro Juan, Lavinia, qué harás con ellos?
JUAN DE BRUJAS.– Lavinia me comprenderá, si realmente me ama. Y el maestro, siendo tan gran maestro, ¿cómo no estaría de acuerdo? Podría hacer cualquier cosa por ellos menos sacrificarles la gloria, y sería lo último que ellos me pidieran. He de ser, ya que no puedo cambiarlo, el segundo flamenco que diga: “¡Yo también conocí y pinté a Julia!”.
GROOTE.– ¡Oh, sí! Todos los que comenzamos la carrera del arte estamos enamorados sin saberlo de una Julia que no conocemos. ¡Dichosos los privilegiados que llegan a su presencia! Porque podrán llenar su espíritu con la gracia infinita, y se convertirán en los perfectos alquimistas del arte. Pero el oro, por hermoso que parezca, ¿cuánto vale, comparado con la idea de la pura belleza, tal como el divino Platón la describe? Con la misma reverencia y el corazón tembloroso, el creyente se acerca temblando a Julia, la eterna durmiente del Palacio romano...
JUAN DE BRUJAS.– ¡Sí, sí! ¡Iré! ¡Contemplaré de cerca el ideal sublime, y vereis después quién es el mejor pintor de Flandes! ¡Digo, de Flandes, de Francia, de Borgoña!
JUAN DE BOUCICAULT.–¡Es una locura lanzarse a esos caminos de Dios, llenos de peligros!
GROOTE.– ¡Calla, calla! ¿Cómo no te avergüenza mostrar un ánimo pusilánime? También puede morderte un perro rabioso saliendo de tu casa, o darte una apoplejía mientras duermes. ¿Quién ha garantizado algo en esta vida? ¡Nadie! Entonces...¡atrapa alegremente lo que puedas! Esa es la primera condición de la sabiduría...
JUAN DE BRUJAS.– Tienes razón, Groote; resolvamos sin tardanza. Ayúdenme, amigos. Tú, Boucicault, ya que eres de natural tranquilo, recibirás el encargo de cuidar mi taller y mis cosas; al regreso buscaré dónde establecerme y quizá me vaya con Lavinia a Bruselas, en vez de malgastar mi talento en esta ciudad.
JUAN DE BOUCICAULT.– Todo me parece un disparate, pero cumpliré contigo lo mejor que pueda.
JUAN DE BRUJAS.– Ahora necesito que me ayuden a reunir algo de dinero para el viaje.
JUAN DE FLEMAILLE.– ¿Y tus padres? ¿Por qué no les pides a ellos?
JUAN DE BRUJAS.– ¡Quita, quita! Mi padre es un pobre hombre, que solo sabe medir varas de tela, no entiende jota de arte y se contenta con mi grado de Maestro. Si le digo este proyecto a mi madre de inmediato me atará con sus lágrimas y sus brazos hasta paralizarme por completo; y si me confío al maestro Juan, ¿quién me asegura su discreción? No, amigos. Esto hemos de resolverlo entre nosotros.
JUAN DE FLEMAILLE.– ¡Piensas escaparte, por lo que veo!
JUAN DE BRUJAS.– Les dejaré unas cartas que podré escribir mientras buscais el dinero; tal es el plazo que mi gran impaciencia puede concederos.
JUAN DE FLEMAILLE.– Si quieres yo entregaré tus pliegos.
JUAN DE BRUJAS.– Ya son tuyos, amigo.
GROOTE.– ¿Cuánto dinero deseas? Yo creo que con cien florines puedes llegar a Italia, y luego uno se las ingenia. Eso forma parte del aprendizaje.
JUAN DE FLEMAILLE, aterrado: – ¿Y de dónde sacamos cien florines?
GROOTE.– Yo se los presto a un excelente amigo, sin interés alguno y pagaderos sin plazo fijo, a su vuelta, cuando él guste volver...
JUAN DE BRUJAS, emocionado:– ¡Amigo querido! ¡Nunca podré agradecerte...!
GROOTE, con desparpajo: – ¡Baaa...! Tonterías. Y haré algo más por ti: mientras escribes tus cartas yo tomaré la pluma para entregarte otras dos, recomendándote al divino Rafael y al Cardenal de Brignola... Roma será tuya...
JUAN DE BRUJAS, abrazándole: – ¡Hermano querido! ¡Eres un verdadero hermano!
GROOTE.– ¡El artista que puede pintar un retrato como el que anoche nos mostraste, merece la mano de sus amigos! Ea, no me abraces más, vas a empaparme con tus lágrimas y podría resfriarme.
JUAN DE BRUJAS.– Gracias, verdadero y gran hermano, gracias. Ahora tomaré algo de ropa, prepararé un pequeño equipaje, escribiré las cartas y... ¡al camino! ¡Venid, venid! Los personajes de la fiesta duermen; cuando se liberen de los vapores del vino, a la luz del atardecer leerán mi despedida, y yo estaré muy lejos entonces.
GROOTE.– Voy sin tardanza a cumplir mi parte. ¿Dónde nos encontramos?
JUAN DE BRUJAS.– Primero iré a casa, para disponerlo todo, y luego al mercado para comprar un caballo equipado decentemente.
GROOTE.– Muy bien, nos veremos delante de la Iglesia... pongamos, en dos horas, allí te daré la bolsa y luego iremos juntos al mercado. Dofflin, acompáñame, porque no es bueno moverse solo con una suma tan grande.
DOFFLIN.– De acuerdo.
JUAN DE BRUJAS.– Vosotros id a buscarme a mi casa; allí recibirá Boucicault mis llaves, y Flemaille las cartas. Ea, cada uno haga lo que asumió. (Vanse.)
DOFFLIN, a Groote, con admiración: – ¡Eres una sucia rata!
GROOTE, riendo:– Amigo, nunca seas vanidoso, y si no puedes evitarlo procura que los demás no se den cuenta.